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Sociedad del conocimiento: ¿Tan linda como suena?

Debemos sentarnos a pensar. Diré lo que ya se sabe: estamos viviendo en la sociedad del conocimiento, de la información, de las comunicaciones. Vivimos en un contexto de globalización, que elimina las fronteras físicas de los países, la distancia entre personas, permitiendo medios de comunicación más eficaces. Todo esto es cierto, pero es secundario…


Pienso que vivimos en medio de la estupefacción, de la ceguera. Como si todo hubiese acabado, como si el pasado no fuera más que pasado, es decir, como los celulares, máquinas infelices destinadas siempre a ser sustituidas. Pero el pasado es esa parte del presente que negamos, que no vemos; es la parte no resuelta, que en mi opinión es –sigue siendo- la mayor parte. No puedo hablar de las nuevas tecnologías, de nuestra flamante sociedad del conocimiento, sin mencionar que nací en América, el continente más desigual del mundo. Por consiguiente, sólo me permito pensar en los avances tecnológicos en función de los problemas que aún cargamos sobre nuestros hombros: la desigualdad, la pobreza, el acceso equitativo a una educación de calidad, el grado de autonomía económica de nuestros países y, por último, las posibilidades reales y concretas de acceder a los beneficios del progreso tecnológico, de la información y de las comunicaciones.


Me limitaré a hablar de educación, porque ese es el tema que nos convoca. Es un tema fascinante, porque pareciera que allí pulula el germen de todos nuestros tropiezos. Nadie duda que la educación es un factor de equidad social, por eso es que allí nuestros países albergan sus esperanzas. Es allí donde se define el auténtico progreso. También existe consenso acerca de los cambios sociales que hemos venido experimentando en los últimos tiempos, por lo que ya no podemos pensar a la educación en los mismos términos que en el pasado. Uno de los objetivos centrales determinados por la Unesco consiste en que los alumnos dejen de ser meros receptores pasivos de conocimientos –como tradicionalmente se concebía su rol en la escuela-  para ser agentes activos en el proceso de su propio aprendizaje, comprendido como la adquisición de habilidades y destrezas necesarias para dominar, criticar y transformar el conocimiento. Algo muy pertinente para afrontar los nuevos desafíos de la sociedad actual, pero sin embargo, hasta ahora no demasiado fructífero en los hechos. Ciertamente, la educación está en crisis. Principalmente lo está porque tiene serias dificultades para adaptarse a los cambios sociales; la sociedad exige otro currículo, otra calidad docente y otras políticas educativas. Exige según lo que padece: padece, en mi opinión, de una crisis valórica, de una crisis identitaria y de una crisis funcional; sobre estos conceptos me pronunciaré en otros artículos, aquí sólo me limitaré a mencionarlos.


Pero incluso las exigencias que hoy hacemos a la educación, son secundarias. Me gustaría aquí hacer una distinción: una cosa es la educación en sí misma, si es aceptable o deficiente, si es exclusiva o inclusiva, etc. Otra cosa son los factores de educabilidad, es decir, las condiciones materiales necesarias, funcionales al proceso educativo, que definen en buena medida el éxito o fracaso de la gestión educativa. Allí radican los principales problemas. La desigualdad no puede ser enfrentada tan sólo con políticas educativas más o menos acertadas. No basta sólo con que existan mejores docentes, en instituciones dotadas de una mejor infraestructura; no basta con que se utilicen nuevas tecnologías en las aulas o que existan planes sociales que regalen computadoras a los niños. Nada de eso es suficiente, ni alcanzará un ínfimo porcentaje de sus fines propuestos si no se interviene en el mejoramiento de los factores de educabilidad, particularmente en los sectores sociales más carenciados y vulnerables. Para que la educación sea un verdadero factor de igualdad social, debe existir una mínima igualdad social previa para educarse. Un niño que no se alimenta adecuadamente, fracasará en la escuela, como también lo hará un niño que no recibe estímulos afectivos para mantenerse estudiando. Todos deben poseer las condiciones materiales mínimas para poder educarse, de lo contrario, no hay educación posible. ¿Está nuestra mirada puesta allí?¿De qué manera nuestra sociedad del conocimiento enfrenta este problema? ¿Las nuevas tecnologías ofrecen un panorama más alentador o sólo ofician como acompañantes pasivos? De nada sirve superponer ladrillos sobre una torre si su base es endeble y dispareja. De nada sirve hablar de las nuevas tecnologías, de la sociedad del conocimiento, de la globalización y las redes sociales, si no vemos las caras a nuestros semejantes o si vemos sólo la de algunos.

Entonces, siguiendo esta línea argumentativa, me pregunto si la sociedad del conocimiento propende al establecimiento de una sociedad más igualitaria, menos pobre, mejor educada. Sobre esto, hay quienes se pronuncian positivamente sobre las bondades del acceso a la información, considerando que este acceso irrestricto a través de internet permite la democratización del conocimiento, la libertad de expresión, una mayor libertad de decisión con respecto a los contenidos recibidos y una mayor autonomía en general, contribuyendo a la constitución de una sociedad con mayor igualdad de oportunidades. Otros, en cambio, han llegado a decir que un mercado laboral orientado a la producción de ideas, de conocimiento, de innovaciones, genera mayor desigualdad que un mercado orientado a la producción de otros bienes, que no requieren de una especialización tan elevada como la que es preciso tener hoy. El debate lejos está de haberse cerrado.

Lo cierto es que la globalización y el desenfrenado ritmo con el que nacen nuevas máquinas, es un fenómeno real, que transforma nuestra relación con el mundo, confundiéndose muchas veces realidad y ficción. Pero no debemos perder de vista que la tecnología es un medio al servicio de nosotros, las personas, los verdaderos fines.

Otro progreso es posible. Para pensarlo –y que no nos sorprenda de improviso- debemos detenernos en algún momento, frenar el carril que nos conduce relegados en su bodega y tiene como pasajeros ilustres a las desalmadas máquinas.

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