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Muchachos, escuchen: ¡La tierra no se mueve!

Mis estudios, mis averiguaciones, me permiten asegurar lo siguiente: la tierra permanece inmóvil mientras el sol gira alrededor de ella. Basta con que se detengan a observar el comportamiento de los cielos: el sol se mueve, se levanta en el día y se acuesta por la noche. Mientras tanto, nosotros estamos quietos, así como la Tierra, por lo que puedo hacer esta afirmación sin ningún temor a equivocarme.

“¡Qué disparate!”, pensarán algunos. Lo sé. Posiblemente no debería atreverme a decir esto, conociendo el rechazo que recibiría al unísono. Pero decidí hacerlo, porque estoy convencido de que la tierra no se mueve, aunque todos piensen que sí.
Con esta determinación surgió en el siglo XVI la “Revolución Copernicana”, para decir lo contrario, naturalmente. Pero lo que quiero subrayar aquí no es la teoría, sino el hecho de que alguien, de pronto, por decir algo distinto, novedoso, reciba la férrea defensa de quienes no toleran una duda, un cuestionamiento a la “verdad” concebida. Este problema no es nuevo, se remonta a la época de los antiguos griegos y nos persigue aún hasta nuestros días.

“¡Qué disparate!” han dicho muchos en sus respectivas lenguas, para rechazar otros puntos de vista, otras miradas. Para rechazar lo que he dicho al comienzo, alguien podría decirme que la teoría heliocéntrica de Copérnico dice todo lo contrario. Es decir, que es la tierra la que se mueve alrededor del sol y no al revés. Pero entonces, si el argumento es ese –que la verdad es otra porque lo ha dicho Copérnico- quien me ha increpado estaría incurriendo en un error aún más reprochable: estaría hablando por “principio de autoridad”, no porque realmente tenga alguna idea de lo que ocurre con nuestro planeta respecto al sol. Si yo le preguntara: “¿Y si el sol no se mueve, por qué yo veo que sí lo hace cada vez que sale por la mañana y cada vez que se pone por la tarde? O “¿Si la tierra es la que se mueve, por qué nosotros no la sentimos moverse ni sentimos que nos movamos con ella?” tal vez titubearía o se quedaría mudo.

 Este es, en mi opinión, el gran problema de nuestra educación: saber de todo y no saber de nada. Si un niño luego de observar el cielo dijera: “El sol se mueve”, sería un gran logro, porque estaría siendo un sujeto activo de conocimiento. Si en lugar de eso, al volver a su casa después del colegio dijera a sus padres: “Aprendí que el sol está inmóvil y la tierra gira alrededor de él”, habrá recibido palabras vacías de significado, una afirmación que para él no tiene sentido.
 ¿Por qué aceptamos conocer por “principio de autoridad”? ¿Hay algo así como una autoridad intocable a la que debamos creer todo lo que dice?  Sí, dirán algunos. Dirán que debemos aceptar lo que descubren los científicos, puesto que ellos estudian cosas que no están al alcance de cualquiera y cada nuevo hallazgo, cada descubrimiento, nos quita de la cabeza ideas anteriores que estaban equivocadas, logrando así un progreso científico indefinido a través del tiempo. Quizás por ello Copérnico debió llegar en el siglo XVI, más precisamente en el año 1543, para decirnos que estábamos equivocados, que la tierra se mueve alrededor de un sol inmóvil. Es impensable que estuviera antes, porque la humanidad no había progresado lo suficiente como para realizar semejante descubrimiento.

Sin embargo, esto no es así. De hecho, no fue Copérnico el primero en descubrir aquella célebre teoría. Alguien ya lo había hecho, incluso más de cinco siglos antes que Ptolomeo, el principal exponente de la “teoría geocéntrica”. Fue un antiguo griego –para variar- nacido en el siglo III antes de Cristo, llamado Aristarco de Hipona. ¡La “Revolución Copernicana” era bastante más viejita de lo que se pensaba! Pero, entonces: ¿Por qué durante tanto tiempo muchos habrían apostado su vida por defender la teoría geocéntrica de Ptolomeo, si ya se conocía la teoría heliocéntrica? ¿Por qué la gente no escuchó lo que dijo Aristarco de Hipona, por qué su visión del universo no se impuso y por qué sí la de Ptolomeo? Sencillamente porque la ciencia es una actividad humana, que conoce progresos y retrocesos, y que depende no sólo de sus propios hallazgos o teorías, sino también de factores ajenos a ella misma, es decir, depende de la sociedad en la cual actúa, porque todo lo que la ciencia puede llegar a decir, será juzgado por la sociedad, o más precisamente, una parte muy pequeña de esa sociedad, la parte que componen los “expertos”, los “científicos” y las instituciones en las que trabajan que, finalmente, son las que sustentan económicamente sus investigaciones. Todo ello está íntimamente ligado a una ideología y a determinados intereses. De la misma forma que determinada ideología y determinados intereses mantuvieron como “intachable”  o “incuestionable” lo que postulaba la teoría geocéntrica, así mismo otra ideología y otros intereses elevaron a esa misma condición a la teoría heliocéntrica en el siglo XVIII (es decir, dos siglos después de que Copérnico la expusiera, lo que significa que debió enfrentar enormes críticas antes de consolidarse y posicionarse en la sociedad de la época).

Existen otros ejemplos. Se me ocurre el caso de Galeno y sus principios de anatomía. Durante muchos siglos –desde el siglo II hasta el siglo XVI, más precisamente- sus descubrimientos fueron considerados ciertos, sin enfrentar oposición o cuestionamiento alguno. Muchas conclusiones debemos a Galeno sobre el funcionamiento del cuerpo humano; el único detalle que debemos mencionar es este: ¡él nunca trabajó con cuerpos humanos! Por ello, en nuestro querido siglo XVI y coincidentemente en el mismo año que Copérnico -1543- un señor de apellido Vesalio encontró en la obra de Galeno alrededor de doscientos errores y agregó además su propia opinión sobre la causa de las numerosas equivocaciones de su antecesor: “El problema de Galeno es que se dejó llevar demasiado por las monas, en lugar de los humanos”. Y es que Galeno no podía realizar disecciones con seres humanos –no podía abrirlos para estudiarlos- pero sí con animales, debido a que aquello era considerado un sacrilegio para la época. Es decir, nuestro médico se vio limitado en sus estudios no por carecer de conocimientos o de los progresos científicos necesarios, sino por su propia sociedad, sus valores, su ideología, sus intereses.
Me detengo aquí y me pregunto: ¿Y nuestra sociedad? ¿Obstaculiza los avances o los facilita? ¿Los dirige o les confiere cierta autonomía? ¿En qué situación estamos?

Pienso que podemos reflexionar algunas cosas. En primer lugar, los educadores enseñan a los alumnos lo que sabemos hoy, o más bien, lo que los científicos creen saber hoy, ignorando que ese saber responde a una construcción histórica, a una serie de ideas que se han mantenido o se han modificado, pero que, ante todo, lo que existe es una historia de confrontación de ideas en la ciencia y no un avance lineal de progreso indefinido. Por lo tanto, se les debería permitir a los alumnos -a través de una actitud humilde y receptiva- experimentar con juegos, dejar fluir su imaginación sin anticiparlos a respuestas preconcebidas o a tecnicismos difíciles que nada aportan a su conocimiento. Disciplinas tales como las matemáticas, la física o la química deben ante todo experimentarse, encontrarse allí afuera donde el mundo camina, respira y piensa.

Por otra parte, debemos atrevernos a pensar la ciencia de otra manera, sin esos disfraces de autosuficiencia o de consagración socio-cultural. No podemos dudar que la ciencia es sumamente pródiga en avances, pero aquello no nos debe enceguecer sobre su verdadero modo de operar. La historia de la ciencia es una historia de victorias, de avances, de grandes hombres que han descubierto e inventado lo que otros no; de grandes hombres que han debido lidiar con el rechazo de otros, por lo que además reciben el epíteto de héroes. Pero la historia de la ciencia, como toda historia, es una construcción que obedece a determinados valores, intereses y modos de ver el mundo. En realidad, los avances existen, así como también los grandes hombres. Pero el progreso científico no es ni tan lineal, ni tan libre de conflictos. Que una teoría sea aceptada, no significa que siempre goce de unanimidad al interior de la comunidad científica; muchas veces es aceptada por un grupo dominante dentro de la comunidad que busca mantener en pie su teoría a pesar de que la misma no sea consistente ante las críticas de otros grupos de científicos.

Evitemos cumplir con el rol de respetados “especialistas”, condenándonos al fracaso de quienes no pueden ver más allá de sus narices. Enseñemos, de una vez por todas, los caminos hacia las teorías y no las teorías a medio camino. Demostremos a nuestros alumnos que las ciencias son auténticas musas, verdaderamente hermosas, apasionantes. No nos perdamos en la seriedad de las teorías por ese perjudicial “principio de autoridad” que bastante poco ha hecho por los progresos de nuestras disciplinas, y encima, nos ha hecho formar estudiantes temerosos de los números y ciudadanos acríticos del acontecer científico.

 Evitemos ser meros espectadores. Eliminemos de una vez y para siempre esa distancia que nunca debió haber existido entre la ciencia y nosotros.

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