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Educar en tiempos de crisis

Quienes se han propuesto la tarea de educar, han asumido la responsabilidad más acuciosa de los últimos tiempos. El mundo ofrece un panorama desalentador: se han extinguido los maestros. Si alguno de ellos permanece aún entre nosotros, seguramente ya habrá percibido que junto a sus antiguos colegas, se están esfumando también los aprendices, aquellos personajes que se manifestaban inquietos ante la seducción intrínseca de las palabras que bosquejaban ideas, respuestas, preguntas. Nuestra humanidad adolece de una atroz adolescencia, que no perdona a sus pueriles héroes por faltar a sus promesas, que despide los disfraces festivos por no ser serios sus colores, que arremete contra todo sueño que no acredite certezas. Porque hemos deseado tanto ser libres, que por siempre despedirnos, quisiéramos quedarnos, encontrar alguna casa donde llegar.


Estamos en crisis, vivimos en crisis. Pero acostumbrarnos a ella sería sucumbir a la esperanza de superarla; sería no comprender su verdadero sentido, su carácter funcional como fuente de aprendizaje. Las crisis pueden ser aprovechadas, al punto de tornarse favorables, deseables. Las crisis nos ofrecen la oportunidad de replantearnos las cosas, revaluar ciertas ideas y costumbres que habían escapado a nuestra atención y se habían hecho “normales”. Esta crisis, en particular, se originó en el momento en que autoridad se confundió con autoritarismo y libertad se identificó con la fobia a toda norma, a toda obligación, y se adoptó como bandera prístina de la modernidad.
Bastante fructífero sería -ahora más que nunca- pensar a la educación en otros términos, recobrar su verdadero sentido y ubicarlo en el lugar que merece. Su etimología se compone de dos significados que se complementan en perfecta armonía: educere, que significa “encaminar hacia” y educare, que se traduce como “nutrir”. Educar debería asumir el significado que le confiere su origen, evitando diluirse en la futilidad de lo accesorio, de lo secundario. La esencia del acto de educar es la relación humana. Esto que parece sencillo mencionar, a menudo –muy a menudo- es difícil de entender. Se trata de una relación que involucra personas, seres portadores de complejidades aún inabarcables en su plenitud, fundadores de una lógica aún insospechada, seres contradictorios que cargan sobre sí el peso de sí mismos. Lo que el educador entrega no es un paquete serial prefabricado, sino la humana disposición, el humano ofrecimiento, el gesto que nada pide, que nada impone. Entre él y su aprendiz subyace un pacto de reciprocidad, de retroalimentación; en el ritual de su encuentro, todo confluye para hacer realidad un anhelo en común: el simple ofrecimiento, la simple aceptación. Sus palabras nacen en su dirección, deliberan conferir su autonomía para cobrar sentido en él, para él. Su tiempo se lo concede como una ofrenda; conoce su búsqueda, sus anhelos, escucha lo que dice, percibe lo que calla. Sabe, sin embargo, que aprenderá lo que quiera aprender, nada le impondrá porque sólo la voluntad –la verdadera voluntad- posibilita el acceso a un aprendizaje verdadero. Se limitará a identificar su interés y encaminarlo –educere– hacia el lugar que clama alcanzar, y de alimentar, de nutrir –educare– cuanta ansiedad de comprender, de preguntar, en él se manifieste.


Estamos en crisis, vivimos en crisis. Y es el educador quien se ha propuesto brindar el ejemplo, la palabra. Quien no cede ante el desaliento y se impone, porque su presencia es necesaria, porque su función es virtuosa y fecunda. Porque conocer es no depender del juicio ajeno, es no perderse en laberintos inconclusos. Conocer es transitar a voluntad, es tomar decisiones, es poder elegir. Elegir quien ser, quien dejar de ser, quien comenzar a ser. Y entonces, al fin, percibir la verdadera libertad.


Es el educador quien permanece allí, en alguna parte del camino de quien recibió su palabra; en alguna parte del camino de quien decidirá recibirla.

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